PERDURABLEMENTE ANFETAMÍNICO, por Apuleyo SOTO

José Manuel Prado-Antúnez, vasco-gallego afincado como profesor de Instituto en la Ribera Arandina del Duero, es un poeta duro, caprichoso, irreverente, iconoclasta, personalísimo. Maneja el verso como la horma de su alma, un alma meditativa, atormentada, desasosegada y erizada de preguntas. Prado-Antúnez, que desde que le conozco -y ya van bastantes años- anda en búsqueda y captura de sí mismo, protagonizará las Veladas Poéticas de este noviembre azacaneado en el salón de actos de Caja Segovia, organizadas con el marchamo de IE University. Largo octubre en el instante, Correrá la caricia por mi castro, Hesíodo, Baquiana ,y, ahora, Perduramente anfetamínico (Gran Vía editorial, 2009) son títulos que hablan por sí solos y abonan su carrera de fondo de escritor.
No, no es nada ameno ni florido este Prado representante de una generación, la suya de 1963, a la que califica de "perdedora": "Estamos al borde de todos los acantilados, pero no damos el salto", dice. Y entonces se desnuda ante el lector perplejo y le muestra las heridas y fracturas que le ha infligido la vida, aunque nunca sabremos si es el filósofo cínico el que habla o el Job de todas las desgracias y abandonos el que se queja. Porque habla y habla, atropellándose en las locuciones, y se hace el harakiri en público, en la asamblea de los letraheridos, y se desboca y se desangra por la palabra y por la pluma, y se exhibe como un loco de atar a trompicones, pero descarga su rifle bífido contra todo lo creado, desdeñando los halagos y sintiéndose, sin embargo, necesitado y acreedor de ellos.

Prado-Antúnez es el espejo carnal y descarnado de los jóvenes de los ochenta, mimados pero insatisfechos, perdurablemente ansiosos, "perdurablemente anfetamínicos", que guardan una soterraña ternura desvalida y no se atreven a manifestarla sino a la contra, con insolencia, con desparpajo, tirando a dar a la sociedad que no supo ni pudo educarlos. Y resulta que tienen la piel más dura que un galápago.

Yo he asistido a las sucesivas crisis de este hombre en pie de lucha con el lenguaje, que ha madurado tarde pero profundamente como el membrillo. Y su poemario es el reflejo. Un poemario abstruso, difuso y confuso para el que no lo conozca, aunque luminosamente revelador para el que haya seguido su evolución. En él se autolapida y se autodestruye, pero también se autodisculpa y se autoestima. O sea, que está en contradicción consigo mismo, cual hijo de vecino. Y es que escribe "a dentelladas" como Miguel Hernández y grita como Munch y Chagall. Y se retrata sin pudor. Leerlo.

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